La valoración del papel desempeñado por las PYME en el desarrollo económico ha estado sujeta a una evolución pendular a lo largo de las últimas décadas. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la pequeña empresa llegó a ser considerada una auténtica “distorsión del proceso de desarrollo” que se identificaba con la gran empresa y la concentración del capital. Sin embargo, a partir de la crisis económica de los años setenta y ante las dificultades por las cuales atravesaba el modelo de gran empresa fordista, se hizo una reconsideración de la importancia de las PYME, ensalzándose su potencial de creación de empleo, su dinamismo innovador, su flexibilidad o capacidad de adaptación a los cambios, así como su contribución al mantenimiento de la estabilidad socioeconómica (Piore y Sabel, 1984; Giaoutzi et al., 1988; Storey, 1988; Costa, 1988).
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